Hay un hombre de frío. Su piel es un témpano y de sus párpados cuelgan las estalactitas de la indiferencia.
Sus abrazos no calientan y el aliento de sus besos cubre el alma de escarcha.
Sus palabras son como la punta de un iceberg, parecen un ingenuo capricho de letras pero hieren y rasgan y hunden en el gélido océano de la duda.
Su cuerpo parece cubierto de una impenetrable capa de hielo. Buscar un resquicio es inútil.
Detrás de esa capa hay otra. Y otra. No hay corazón ni latido. No hay magma ni núcleo. Tan solo un infinito manto sobre manto polar.
Con un hombre de frío, la casa siempre está entre corrientes. Viento del Ártico, por un lado. Del Antártico, por el otro. No hay rincones donde guarecerse. Ni calefacciones, estufas o jerséis capaces de doblegar el aire glacial.
Los vidrios de las ventanas se cubren de cristales de nieve, a través de los cuales no penetran los rayos del sol, ni las voces de las calles se adentran en ese tanatorio de estancias cubiertas de blanco.
Al hombre del frío nadie le abre la puerta, pero él sabe cómo colarse en las vidas y llenarlas de invierno.
No dejes nunca que te susurre al oído, que no te hiele tu ánimo, que no paralice tu voluntad.
Si una noche sientes su hálito de muerte junto a ti, antes de que se te entumezcan los sentidos, entierra el rostro en la almohada. Suéltate el pelo para abrigarse. Frótate la piel para mantenerla con el calor de la vida. Sorbe un recuerdo hermoso y deja que un sueño te acaricie. Que el hombre de frío no te atrape. Que no te envuelva. Que no te quiera...
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